Piramides de Egipto... Obra del hombre |
Muchos creen que antes del
nacimiento el ser que se forma no recuerda, no padece, no sabe lo que en su
entorno ocurre. No pienso así. Sé demasiado para negar que conozco de
padecimiento. He oído el canto de las
estrellas, he sentido el frío en lo desabrigado, he compuesto historia y pasos
que nunca se han vuelto realidad. He hecho tiempo.
Cuando mi padre, la gran sombra,
me concibió en la inmensidad del universo, solo existía el silencio. Todo se
sentía resacado y aburrido: silencio, no más.
Mi madre, la luz, solo me
observaba sin hablar. Al menos milenios y milenios atropellaron mis
sentimientos, sin otra opción que la llevadera calma, la paz.
Cuanto extraño la paz ahora. Mis
hermanos y hermanas no me visitaban, estaban tan alejados de mí. Yo era para
entonces gris y árida, fría y caliente a la vez, acelerada e inmutable, fuerte
y débil.
Al igual que mis otros siete
hermanos, era esférica y triste; nada agradable a la vista si alguien me
hubiese observado entonces. Era un cúmulo corrosivo en la suspensión oscura y
gélida. Ni siquiera mi tío, el gran dorado, me lograba mantener satisfecha. Por
muchos años sufrí la inminencia de los cambios, el movimiento de mi cuerpo, la
pubertad de lo que hoy soy.
Pero los cambios, como cambios
que son, me volvieron nueva y saludable. Mi cuerpo ya era resistente y
equilibrado por partes duras y protuberantes;
o líquidas y profundas. Lo mejor de todo era que mi pelo crecía, espeso
y abundante, verde y brillante, cubriendo toda superficie dura de piel.
También había sido totalmente
abrigada por un fino manto incoloro que me hacía sentir realmente a gusto. Acababa
de nacer un nuevo cuerpo, el octavo hijo de mi madre, la luz que nos
arremolinaba y protegía. Aunque mi objetivo no era más que dar vueltas y pasear
alrededor de mi tío, el gran dorado, yo sentía que estaría destinada a llevar
sobre mi espalda una gran responsabilidad sin importar que tan lejos esta
estuviera.
Los años pasaron tan veloces
como mis primos cometas que se paseaban a menudo por los largos y curvos brazos
de mi madre. Fue entonces cuando sentí que el momento que esperaba estaba
cerca, podía notar que en mí crecía la vida. Aunque ya conocía el sentimiento
de que algo crecía en mi interior, la situación presente superaba toda
experiencia, sin dudas era magnífica.
Desde lo lejos oía los gritos
entusiasmados de mis hermanos que decían ver que en el ser que yo era crecían
otros, en especial uno que parecía perfecto. Decían además que envidiaban mi
transformación y crecimiento. Si alguien me hubiese visto entonces, se
sorprendería por lo notable que resultaba mi figura con respecto a mis
hermanos; y yo contenta por ello.
El supuesto ser “perfecto” que
se albergaba en mí, era completamente alucinante. Al decurso de los años cambiaba,
se volvía inteligente y relevante. En zancadas de tiempo llegaron a vivir de mi
cabello, lo cortaban para construir sus hogares; no me molestaba en lo más
mínimo, eran tan agradables que no me importaba que tomaran de mi lo que necesitaran
para existir.
Incluso llegaron a nombrarme, a
mí y a mis hermanos, a mi madre, a mi padre, a mi tío, a todos. Me llamaban
Tierra. No había criatura que sobre mi piel creciera que adorara más que a
ellos. En comparación con los otros, los hombres eran alucinantes.
Actualmente, desearía poder
medir mis palabras hacia ellos. Tanto se desarrollaba el ser “perfecto” que mi
asombro crecía sin paro alguno. Bebían de mi, como los demás, construían en mí;
en fin, me adornaban. Pasaron entonces más y más años, pero esta vez mi asombro
no crecía hacia su perfección sino a cuanto se habían deteriorado. Ya no eran
los amables seres que me cuidaban a la vez que me usaban, ya el uso no tenía buena
paga. ¿Por qué me hacían esto? ¿Qué motivo tenían? ¿Por qué trataban así a quien
los había cuidado tantos siglos?
No respetaban mi amor hacia
ellos, al contrario me martirizaban. Desde entonces supe que comenzaría la peor
parte de mi larga vida: la era humana.
Cómo se atreven a cortar mi pelo
para poner en sus claros enormes estructuras a las que llaman ciudades. Cómo se
atreven a perforar mi piel sumiéndome en dolor para extraer mi sangre, esa
sustancia negra a la que llaman petróleo.
Pero más aún, como se atreven a
pelear por él como verdaderos bárbaros. Hoy no los quiero, ni un poco. Hoy me
han dejado con el obsequio de no tener nada. Mi madre nada puede hacer, mis
hermanos están lejanos, mi padre está demasiado ocupado en el infinito para
atenderme; incluso el fino manto que me protege de las ofensas de mi tío ellos
me han rasgado.
Me siento enferma y solitaria,
tal y como era en mis principios. Mis dolores de cabeza ocasionan tormentos,
mis temblores hacen que mi piel se rompa y cause daños, las nubes, que antes
eran mis más livianos pensamientos, se han vuelto agitadas y amenazantes. Mis
pulmones no dan más, toso y toso sin remedio.
Cada día lo verde de mi cuerpo
se sustituye por modernismo plateado, lo azul de mi forma se vuelve negro por
mi sangre que ya no encuentra sitio por donde brotar; y de la que, si mis cálculos
no fallan, no queda mucho. Me siento acalorada, más que en la etapa de mi vida
a la que los seres “perfectos” llaman verano.
Mi temperatura sube y sube sin
frenos, ¿¡acaso habré caído en un estado febril, o qué sucede!? Lo que me
alarma es que unas cortezas blancas que hay sobre mi cabeza y bajo mis pies
nombradas hielo están desapareciendo. No se entonces a que se referían mis
hermanos con nombrar al hombre: ser
perfecto.
Pienso, y me abrumo pensando, en
si esto era lo grande para lo que estaba destinada, servir para recibir
disgustos y abusos. Soy yo quien está envidiando a mis hermanos en estos
instantes, ellos no conocen lo que es padecer en serio. Ahora culpo a mis
padres por concebirme y destinarme tal presente. Soy yo quien se plantea cada segundo
el por qué de tan aquejada existencia.
No sé qué me hizo preferirlos, en vez de a
otros seres más respetuosos hacia mí. Que me hizo dejarlos aprovecharse de las
maravillas que les brindo, que como ellos dicen no extrañarán hasta que las
pierdan. Aunque algunos se preocupan, no creo que haya salvación; exacto, así
como escuchas, no soy optimista ante lo que me espera.
Porque sé que ellos son
inteligentes les atribuyo más y más martirios hacia mí, aunque de manera
controversial no sea inteligencia, es ignorancia.
La extinción probará todo. Algo
me dice que algún día, en el que muchos cantos de estrellas hayan muerto,
terminaré en paz, tal y como empecé: fría y sola.
El Holoceno (del griego holos, todo, y kainos, reciente: la era totalmente reciente), una división de la escala temporal geólogica, es la última y actual época geológica del período Cuaternario. Comprende desde el fin de la última glaciación. Es un período interglaciar en el que la temperatura se hizo más suave y la capa de hielo se derritió, lo que provocó un ascenso en el nivel del mar.
La única especie humana que ha vivido en está época ha sido el Homo sapiens, que durante estos últimos milenios desarrolló la agricultura y la civilización, ocasionando importantes cambios en el medio ambiente.
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